lunes, 7 de noviembre de 2011

Ana y Francisco

Estaba nerviosa.  Hace mucho tiempo planeó la huida. Se puso el vestido más bonito, lo planchó, lo perfumó; estaba consciente que era la última vez que lo iba a utilizar. Por higiene, se depiló las piernas. Quería que cuando su foto salga en los dos periódicos de la zona -y probablemente de todo el país- la gente vea su feminidad. 

Francisco la esperaba en el lugar que habían acordado. Él aún no estaba seguro de lo que iban a hacer. Como Ana era la de los pantalones, no le importaba mucho si a último minuto su compañero de aventuras se arrepentía y la dejaba sola. 

Llegó y se alzó un poquito la falda del vestido para que no se le ensucie al subirse a la camioneta. Se miran. Ella ríe. Ríe con un gusto nunca antes visto; está feliz. A él lo invade la nostalgia y recuerdan todas las veces que estuvieron juntos. La vez que se conocieron, mientras ella ayudaba a realizar un aborto. Si les preguntan, no se gustaron a primera vista. Es más, ni siquiera saben cómo comenzó todo esto. Suponen que por diversión, nada más. Ella le confiesa que nunca superó el temblor de la metamorfosis cada vez que dormían juntos. Francisco lo sabía, lo sentía, pero nunca dijo nada porque pensaba que tal vez Ana iba a sentir cierta incomodidad. 

Entonces se abrazan. Sus manos en la espalda de Ana. Su boca en el cuello de Francisco. Toda la vida pasó ese instante por sus ojos. Ella lo quería de una manera egoísta, pero lo quería. Él, por su parte, había tenido mejores amores. Decide poner la camioneta en marcha. Mientras iban al destino final, ella le pregunta: ¿Qué harías si intento detener todo esto? Francisco la mira, no cree nada de lo que habla porque Ana nunca deja incompletas sus misiones.

Ella siente el desafío en su cuerpo, y de la manera más brusca y violenta decide dejar las historias de ‘los eternos amantes’ para que las cuenten otros. El abismo fue testigo de cómo Ana acabó con su vida.

Por su parte, Francisco sí llegó al destino final. Se sentía superior porque ganó. Ahora él era el valiente, el fuerte. Lo único que lo atormentaba eran todas esas cosas que nunca le dijo a Ana. Despertaba con las letras y los sentimientos chorreándole por el oído y la boca; le causaban contusiones de palabras agudas –y en casos de extrema depresión- de esdrújulas.  

Todos los días la recuerda haciendo bromas, y extraña su mal-genio del medio día. Se reprocha el hecho de esperar a que muriera para sentir que probablemente ella pudo ser su mejor amor. ¡Cómo no iba a ser la mejor! Ahora Francisco entiende las intenciones de Ana cuando leía en voz alta ‘Rayuela’ de Cortázar. Ahora sabe que Ana era tan predecible que si veía una película más de Meg Ryan, su muerte iba a ser en medio de gritos histéricos; y si sobrevivía iba a cometer la vulgaridad de enamorarse en el parque, y para colmo de Tom Hanks.

Ahora sabe que no es tan inteligente como pensaba, que nunca llegó al destino final, sólo Ana lo logró. Lo logró de la manera más sencilla: él la extraña a pesar de que ahora tiene compañía todas las noches.

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